MAHFUZ, LAZOS DESDE LA ANTÍPODA - Spanish
Paz Alicia Garciadiego
18.10.2011 - Fue en el mediodía de la década de
los setentas cuando conocí el Cairo. Fue un viaje breve y en el
mejor de los casos turístico. La ciudad me impresionó más allá de
lo previsto. Al menos, mucho más allá de mis expectativas.
Porque, allende el Nilo, las pirámides y sus museos abigarrados
de tesoros mal desplegados, se encontraba una ciudad bulliciosa,
polvosa, llena de recovecos, de voces, de olores, de plástico y de
moscas. Idéntica a las rumorosas avenidas de Ciudad de México.
Mismo bullicio, algarabía y mugre. Las abarrotadas avenidas del
Cairo eran, sin el menor ambages, México tal cual. Mi México.
Una reflexión crítica apuntaría que, por supuesto, aquel era mi
primer viaje al el tercer mundo. Tendría razón. Pero sólo en parte,
porque más allá de la crónica falta de mantenimiento que
caracteriza a los países pobres, Cairo y México tenían una
pulsación similar. Extrañamente familiar.
Cairo me pareció cercano, entrañable, propio. En la media lengua
con la que logré comunicarme con los Cairotas, descubrí que más
allá de la enorme herencia árabe en el lenguaje, del patio Andaluz,
de la fuente en medio- tal cual la casona de mi familia en la
provincia mexicana - había un tono en las relaciones humanas, más
concretamente, las familiares, cuyo códigos no sólo eran
similares, sino que no tenía que traducirlos. Me eran propios.
No podía definir el parentesco de estos entramados. Sólo podía
reconocerlos.
Pasaron muchos años hasta que a principios de la década de
los noventa, una nochecita merendando en un conocida librería de la
ciudad de México, descubrí una novela escrita por un egipcio que
acababa de ganar el premio Nobel. La compré.
No era el haber ganado el Nobel. A esas alturas era pública la
dispareja calidad de sus ganadores. Me atrajo, no obstante, que el
ganador fuera Egipcio y que la novela fuera sobre las barriadas del
centro viejo del Cairo en este siglo. "El Callejón de los
Milagros". Las memorias de aquel viaje revivieron.
Eran precisamente esos callejones plagados de niños,
ratones y gritos lo que me había fascinado. A estas alturas creo
que sale sobrando que aclare he tenido desde siempre una obscura
atracción por lo sórdido.
Leí el Callejón de los Milagros. Me encantó. La leí con
voracidad adolescente. En una sentada, de un bocado. Descubrí a
Mahfuz, el narrador empedernido, el contador de historias, al
Cuentacuentos.
Busqué otras novelas, pero en esos tiempos en México no se
encontraba ninguna otra. Así que aproveché un viaje a los Estados
Unidos, para buscar otros títulos. En una librería de Los Ángeles
pude conseguir otros once títulos. Todos editados por la Cairo
University Press.
Regresé a México con la maleta cargada de novelas, como niña con
juguete nuevo. Engolosinada e ilusionada los acomodé a la vera de
mi sofá de lectura. Eran una temporada de esas de poco trabajo y la
intención de encontrar en alguno de ellos la posibilidad de
adaptarlo al cine no se me cruzaba por la cabeza.
Era el placer de la lectura por el placer de la lectura
Hasta abajo coloqué "Principio y Fin". Pensaba - y pienso- que
era un título horroroso, por lo tanto la que menos se me
antojaba.
Era una novela larga, muy larga que comenzaba, como las buenas
películas viejas del cine mexicano, con la muerte del padre. A
partir de ese momento las vidas de los cuatro hermanos - tres
varones y una hembra - iban a cruzarse y entrecruzarse con su mala
suerte y el inapelable destino.
Con gran maestría Mahfuz hilvanaba, con puntadas de bordadora
medieval, los ires y venires de esta familia que caía de golpe y
porrazo en la miseria. De esa clase media vergonzante que a duras
penas lograba ir tirando, para finalmente caer en la miseria sin
pudor. Del departamentito gris al sótano.
Me recordó enormemente las historias familiares del principio
del siglo XX mexicano, cuando la revolución obligó al reacomodo de
las clases sociales y a la migración de buena parte de la hasta
entonces ingenua y feliz clase media provinciana a la ciudad de
México.
Tenía, además, un entrañable tufo de melodrama que la hermanaba
con el cine mexicano de los cuarenta.
Y cuando digo tufo de melodrama no lo digo desdén. Todo lo
contrario. Melodrama escribían Dickens y Dovstoyeski, semana a
semana, diligente y laboriosamente. En melodrama están los avatares
de Ema Bovary y de Ana Karenina. Melodrama es el manto que cobija a
buena parte de la literatura del XIX, con la que, al menos yo, me
formé y forjé como lectora.
Mahfuz además manejaba el melodrama con maestría, vinculando
entre sí todos los incidentes de la novela, incluso aquellos que
parecían más banales en un primer momento.
Leí la novela con arrebato. Me encerré dos días enteros. Dejé de
contestar el teléfono.
Aproveché que Ripstein, Arturo Ripstein director de cine y mi
marido, por esos días trabajaba de sol a sol. Estábamos yo,
mi sofá y Mahfuz.
Avanzaba por ella jadeante, emocionada, pero sin que ni por
asomo se me hubiera, aún, cruzado por la cabeza la idea de
adaptarla al cine. Una las ventajas que he preservado hasta la
fecha, es que, a pesar de haber realizado varias adaptaciones, sigo
leyendo como lectora y no como "pescadora" de ideas y
proyectos.
Pues bien, llegué casi al final. Me reservé los dos últimos
capítulos. Caía la noche. Descolgué el teléfono. Eran tan sólo dos
capítulos.
El hermano afortunado acababa de descubrir que su hermanita, tan
miserable y poco agraciada, se había prostituido. Como integrante
de una familia tradicional debía proteger su buen nombre. El código
de honor se cernía sobre ellos inexorable, como el metro llegando a
la estación.
La lectura de las páginas siguientes las recuerdo envuelta en
frenesí. El hermano lleva a la hermana mancillada al suicidio, para
luego él mismo cometerlo. El Nilo se tragaba a ambos.
De pronto la novela había cobrado un nuevo aliento. El destino
inexorable se cernía sobre ella y la elevaba al rango de
tragedia.
Tantas penas y pesares, tantas cuitas maternas, tantos
sacrificio para nada. Dos cuerpos flotaban por el Nilo. Los unía un
profundo e incomprensible lazo de familia. La familia cuna de el
amor y el odio más puros imaginables. De las mayores frustraciones.
De los reclamos más íntimos, profundos, insondables.
Ripstein regresó cuando yo estaba a dos párrafos de terminar.
Traía a cuestas un día cargado de incidentes laborales que quería
contarme. Lo saqué a manotazos, entre sollozo y sollozo. Se me
partía el alma.
Cuando por fin la terminé, salí azorada, hipnotizada.
Azorada porque hacia años que no lloraba leyendo. Recuerdo haber
dejado "Cumbres Borrascosas" destruida por mocos y lágrimas; pero
entonces yo tenía catorce años. Entonces, en aquellos ayeres,
lloraba. Hoy era una adulta, curtida y toreada por la vida. Y sin
embargo tenía los ojos hinchados de llanto.
Mi otro azoro fue la profunda decisión que me invadió apenas
terminé la novela. Tenía que adaptarla. Debía adaptarla.
No me pasa. No es habitual en mí la lectura y su inmediata
adaptación. Sí, he trabajado en una buena cantidad de adaptaciones.
Pero he llegado a ellos por vericuetos diversos. Jamás por la
lectura inmediata, por la apremiante necesidad de incorporar a las
venas, a las entrañas lo que acabo de leer.
Sin embargo eso es lo que me pasó con "Principio y Fin".
Entré al estudio de Ripstein y le espeté de buenas a primeras
"Si no la adapto me mató. Necesitamos tener los derechos. Si es
preciso voy al Cairo con espinas de cactus enterradas en las
rodillas." Ante tal reacción Ripstein se apresuró a leerla.
Afortunadamente le gustó con igual intensidad que a mi.
Pero el camino a los derechos de autor es tortuoso, sobre todo
si uno filma en países como el nuestro, cargados de problemas y
carentes de recursos.
Sabíamos que un escritor conocido podía costar quintales. Y a
Mahfuz, el Nobel, además del prestigio lo había hecho súbitamente
popular. En cuestión de dos meses pasó de desconocido total a
lectura obligada de las tías y los usuarios del metro.
Unos meses después, para su cumpleaños, le regalamos a mi
suegro, Alfredo Ripstein, "El Callejón de los Milagros".
Probablemente había en tal selección de regalo una estrategia
inconsciente. Muy inconsciente, ya que para entonces llevaba años,
décadas retirado. La estrategia surtió efecto.
Si uno ve una película egipcia de los años cuarenta y una
mexicana de la misma época puede confundirlas: los actores, la ropa
de las actrices, los tonos exaltados del blanco y negro, las
actuaciones exageradas y la escenografía hecha con mucho brillo y
dinero insuficiente. Era comprensible que el viejo productor se
sintiera atrapado por esa novela que fatalmente le recordaría su
oficio de tantos y tantos años
Y así el halo de cine mexicano de la época de oro que campea en
las novelas de Mahfuz despertó las nostalgias en mi suegro, viejo
productor de películas de toda laya. Decidió comprar los derechos
del Callejón de los Milagros y Principio y Fin.
Ripstein y yo fuimos férreos. No nos interesaba "El Callejón de
los Milagros" -magnífica novela por lo demás- sino "Principio y
Fin", una novela mucho más larga, triste y desconocida.
Pero esa era la nuestra. La que se nos había enconado en el
pecho.
Meses más tarde se obtuvieron los derechos. Tuvimos suerte,
mucha suerte , porque como en todas las historias de Cenicienta, el
azar juega, y juega mucho. Mahfuz tenía una debilidad por México,
al que sentía país hermano, país paralelo allende el Atlántico.
Ambos secos, ambos con pirámides, ambos milenarios, ambos
mestizos.
Ese amor, su generosidad y el que hubiera trabajado durante
largos años en el cine egipcio, conspiraron para que vendiera los
derechos por una no onerosa cantidad de dinero.
Pudimos filmar "Principio y Fin".
Y yo me lancé a adaptarla. Me enfrenté a la tarea de pasar de
las dimensiones e intenciones casi épicas de la novela. Fue sin
embargo una tarea grata, fácil, amorosa.
Descubrí, al trabajar en ella, que mi primera impresión sobre el
Cairo era cierta. Que las pulsaciones de ambas ciudades se
hermanaban. Que nos unía mucho más de lo que nos desunía. Que
México a través de su herencia española, recogía de Egipto sus
callejones en el centro de sus ciudades, sus barrios mal cuidados,
su bullicio vespertino, su amor por las azoteas, su afición morbosa
por los baños de vapor y por sobre todas las cosas su estrecha
estructura familiar.
La familia, universo sobre el cual se escribe nuestra biografía;
hilada con las tradiciones, costumbres, secretos, filias y
fobias de cada una.
Tanto México como Egipto- me atrevo a afirmar de manera
temeraria- han sido sociedades intramuros- con gobiernos más o
menos paternalistas, sino no es que decididamente autoritarios, en
donde el dialogo de lo público se ha visto confinado a la eventual
cháchara de café y el rumor. En ellas la solución del problema de
la sociedad y del hombre individual se anuda y resuelve puertas
adentro, en el hogar familiar: cálido, sofocante, amoroso,
ahogante.
Creo- y otra vez me lanzo una hipótesis arriesgada- que en
ambas el desarrollo del ciudadano se gestó fuera de nuestras
fronteras, allende nuestros mares. Esa es tal vez nuestra marca de
Caín.
El "ciudadano" es una entidad básicamente individual,
responsable ante sus pares y no ante Dios, producto de la moralidad
y su relación para con ella, ese hombre "Moderno" en toda extensión
de la palabra, laico por antonomasia, llegó a México, y presumo que
a Egipto (Coetzee dixit) de refilón, dando traspiés. En ambos casos
fue material de importación.
Cuando digo esto, de ninguna manera le resto al hecho ni
importancia ni influencia.
Para México la irrupción de la modernidad y de las ideas de la
revolución francesa significaron nada más y nada menos que la
independencia de España y un tránsito a trompicones a la
independencia, que habrían de dejarlo sumido en una serie de
conflictos religiosos que no terminaron sino hasta 1939, con un
concordato entre los fieles y el estado, luego de miles y miles de
muertos.
Fuimos laicos por un poco más de un siglo sin haberlo digerido.
Sin haberlo deseado, sin saber lo que significaba. La modernidad
nos cayó de golpe y porrazo. Creo que buena parte de los problemas
que cargamos se debe a este parto prematuro a la independencia.
Imagino- y aquí pido perdón de antemano por mis presunciones
aventureras - que Egipto entró en contacto con el Occidente
Moderno, con la llegada de las huestes napoleónicas, y que de igual
manera, de golpe y desde afuera, una fracción de las clases medias
ilustradas abrazaron las ideas del enciclopedismo y la revolución
francesa; y con ellas se modernizaron en medio de una sociedad que
se mantenía firmemente aislada de tales oleadas de pensamiento.
De esta fricción entre lo arcaico y lo moderno se debe, otra vez
aventuro, la preeminencia de lo familiar.
Parecería que las sociedades dijeran: No entiendo este mundo, y
por lo tanto me resguardo dentro en la casa.
Y para mi, que soy infinitamente más mala que Mahfuz, ahí -en
casa- se encuentra el horror, que campea puertas adentro, encarnado
en la familia.
En Principio y Fin, esa novela que me había hechizado, la
familia se fagocita. Se comen los unos a los otros. Y la familia se
vuelve caníbal porque es la instancia que regula a la sociedad, a
sus individuos. Es el principio y el final.
La familia retratada por Mahfuz me remitía a mi familia paterna,
súbitamente empobrecida con la entrada del siglo XX. En la que, al
igual que en la novela de Mahfuz, las mujeres tuvieron que
sacrificarse en aras del futuro de sus hermanos. Y al igual que la
familia de la novela tal sacrificio las convirtió en parias
sociales, sin marido, sin hijos, ni reputación, ni destino.
Aunque los temas familiares siempre me han sido muy caros, no
fue sino hasta Principio y Fin que me lancé de lleno a ellos. No
las parejas, no las madres. La familia en su conjunto: padre,
madre, hermanos, hermanas. Lazos que unen, que protegen; lazos que
agobian
Le debo a Mahfuz, y los elementos que me dio en su novela, el
que me haya permitido hurgar en las familias mexicanas, a pesar de
lo que una madre en la mexicana ciudad de Guadalajara me dijo "Yo
no sé como serán en su tierra"- Ciudad de México - "porque acá las
mamás queremos mucho a nuestros chamacos" No le quise aclarar que
mi padre había nacido en Guadalajara. Mi abuela era su paisana,
seguramente también su calca.
"Principio y Fin" me permitió a su vez hablar en la herida de la
maternidad, de la madre mexicana para ser más precisos, esa
favorita del cine mexicano de los años cuarenta. Y yo, como madre
que soy, se lo agradezco enormemente. Le agradezco permitirme
tantear en el pozo insondable, lleno de vericuetos que es la
maternidad.
En otra ocasión una entonces novel directora, un tanto imbécil
me estampó con feminismo simplista: "todas las mujeres de la
película o son tontas o son putas". Claramente la directora no
tenía o no comprendía las urgencias sexuales, o con visión machista
inconciente, las demeritaba.
Era, sin siquiera sospecharlo, víctima de ese puritanismo que
cree que hablar de lo malo, está mal. Qué piensa que no debe
decirse esclavos sino trabajadores temporales. Qué los obreros
deben ser buenos y arrojados y las mujeres fuertes e
independientes. Cualquier cercanía con la realidad debe estar
proscrita. Vivía en el imperio del deber ser, tal cual los héroes
del realismo socialista, hoy afortunadamente soterrados y
olvidados.
Mahfuz, en cambio tenía predilección por los personajes
femeninos complejos, duales, torturados y tortuosos y era poco
afecto a los juicios morales. Pintaba a las que en una
primera visión simplista se les puede calificar de putas y
tontas, y que en profundidad se descubren como las sobrevivientes
de su mundo encallecido. Esas, las que salen adelante en el día a
día.
Más allá de estas incomprensiones y diferencias con mis
connacionales la adaptación de Principio y Fin fue en primera
instancia fácil, rápida y particularmente apasionada. No por
ello se enfrentó a un sin número de obstáculos propios
de la traducción de una sociedad a la otra.
Decía yo que nos hermana - al eje Egipto México - el
entramado familiar, lo ruidoso de las reuniones, la manera de
entablar amistades. Lo humano de lo humano nos liga.
Por eso me da una cierta indignación cuando me preguntaban con
azoro. ¿Cómo se te ocurrió adaptar una novela egipcia? ¿Cairo en
México? decían con descrédito. Yo adapté a Maupassant, tan francés
él, sin que a nadie se le ocurriera encontrar rareza
alguna; y meto la mano al fuego que si adapto La Casa de Muñecas de
Ibsen lo verán muy natural a pesar de que Noruega, tan luterana,
tan nórdica, tan civilizada carece de lazo alguno con México.
México es de arraigada y entrañable raíz española, e
incorpora aún sin saberlo cientos de tradiciones árabes. Comemos
mazapanes y dátiles en las fiestas, deliciosas ensaimadas, nos
refrescamos en patios con fuentes y columnatas; nuestros mercados
está cuajados de aromas, especies, sabores. Y el idioma, este
español tan añejo, tiene una deuda enorme con el árabe, una deuda
de cerca del dieciocho por ciento. No en balde Al Andaluz fue árabe
por 700 años.
Y uno es lo que habla, y los orígenes de lo que uno habla. La
lengua es la mayor forja que existe. Y mi lengua: el español, tiene
entre sus madres al árabe.
Por ello, por los lazos en común, me subleva que a la gente
encuentre insólito que adaptara a un egipcio. Creo que la única
explicación se encuentra en las rémoras del pensamiento colonial.
Uno puede adaptar al "Centro" copiarlo, emularlo. Pero no a un par,
a otro pobre de la periferia.
Faltaría a la verdad si pasara por alto las dificultades que
enfrenté en la adaptación. Sería un acto de tergiversación
frívola.
Las primera dificultad que afronté es más bien de orden técnico:
la novela era larga, cargada de personajes, incidentes y peripecias
fiel a la tradición de la novela Rusa e Inglesa decimonónica en las
que, también aventuro, abreva Mahfuz.
Si Mahfuz no hubiera ido tan buen novelista habría podido
excluir de tajo una porción de la novela. Directamente quitar a uno
de los hijos. Estuve tentada a eliminar al primogénito malandrín y
busca pleitos, porque, por el solo hecho de que al vivir fuera de
casa, estaba aparentemente más libre del agobiante entramado
familiar.
Pero Mahfuz es un avezado narrador de cuentos. Y todo
Cuentacuentos sabe que todo acto debe estar vinculado, entreverado,
con el resto de la trama. Y Principio y Fin está contada con
tanta maestría que si quitaba yo un ladrillo, un episodio
aparentemente trivial, la estructura entera se venía abajo. Creo
recordar, si la memoria no me traiciona, que lo único que logré
eliminar fue una boda rumorosa en la que el hijo mayor acude en
calidad de cantante.
Pero finalmente eso son tan sólo dificultades técnicas propias
de la adaptación. Las novelas y el cine son aparentemente
similares, pero cada una tiene una gramática distinta, casi
opuesta. Hay que encontrar la forma de decir la novela en cine.
Las mayores dificultades en la adaptación las encontré sobre
todo en las distintas prácticas en lo referente al terreno
amoroso.
En México, desde hace por lo menos dos siglos, las relaciones
sentimentales de la pareja se dan al margen de la familia. Puede
gustarle o no a la familia de la joven casadera el candidato a
marido; pueden mesarse los cabellos con rabia, pero al final de
cuentas los padres de los contrayentes ocupan solamente el lugar de
testigos de la ceremonia. Pueden dar la bendición y beneplácito,
jamás el permiso.
Esto ha sido así desde mis bisabuelos, mis tatarabuelos, mis
chosnos. No hay dotes, ni imposición, ni transacción económica
alguna.
Resultaba por lo tanto imposible que la familia le ordenara al
segundo hermano que se casara con la prometida abandonada por el
hijo favorito tal como en la novela.
No me quedó más remedio que sexualizado: la joven quedaría
deshonrada y preñada. Pero más que una seducción netamente sexual
era un acto de revancha; la vendetta del protagonista contra de la
vida y del papel de redentor que le había tocado en la asignación
de roles familiares. Ese matrimonio de conveniencia era tan ajeno a
él como a mi. El eje del conflicto se desplazaba del terreno de las
tradiciones al de la psicología.
Gabriel, mi protagonista, no asume su papel de redentor de una
manera gozosa. La madre y su amor, parcial y excluyente, lo
agobian.
Es un Mesías no sólo a pesar suyo, sino en contra de si mismo,
que clama a Dios que lo libere de su misión. Es un redentor
retorcido y aterrado.
Y esta visión se aleja de Mahfuz y es irremediablemente mía. Es
una lectura hecha desde mi tradición, ajena al universo de
Mahfuz.
Porque además decía y lo reitero, Mahfuz es un hombre de mucho
más buenos sentimientos que yo. Para él, la madre actúa por el bien
de sus hijos. No hay segundas intenciones, no hay dudas, por lo
tanto no hay maldad.
Cuando realicé la adaptación mantuve el tono de melodrama
existente en la novela de Mahfuz; únicamente invertí la inflexión
moral de la historia. La conté desde el lado obscuro de los
sentimientos humanos. El lado de las tinieblas, de la culpa, del
pecado. Está en mi naturaleza buscar lo sórdido, como el escorpión
de la fábula.
Ahora bien una vez que me decidí a realizar la inversión moral y
sexual en la trama, me enfrenté a lo que sería el mayor reto de la
adaptación: el final de la novela.
Contaba que este final me estremeció. Fue el que me hizo
llorar, el que me decidió a adaptarla contra viento y
marea.
Pensaba que la novela transcurría en un tono de melodrama
familiar, al que podía cambiarle el acento moral sin
modificar ese mismo tono melodramático. Sin embargo el final era de
un género distinto. Gabriel y su hermanita Mireya - en mi
película, en la novela Hasanayn y Nefisa - acuden a su cita
con la muerte bajo un aliento narrativo totalmente diferente.
Para mi, que el hermano llevara a la joven prostituida al
suicidio resultaba impensable, intolerable. El hermano era el
vehículo y la víctima de un destino feroz, que al obligarlo a
acabar con su hermana emputecida, lo destrozaba de paso.
Pasábamos del melodrama a la tragedia.
Era hombre contra Dios.
Ese cambio de género nos enamoró tanto a Ripstein como a mi.
Decidimos no sólo utilizarlo, sino enfatizarlo.
De hecho la película utiliza la primera parte como música de
fondo dos temas: la melancólica "La Muerte y la Doncella" de
Shubert y el cuarteto de Rigoletto de Verdi que habla con la misma
pasión de a caída de una familia.
Pero al final de la historia, cuando ambos hermanos salen de la
comisaría y se dirigen a la muerte, la música la película cambia
drásticamente. Los tambores de Bronx - obreros franceses que
tocaban con frenesí y demencia tambos de petroleo en los años
ochenta - cambian junto el tono narrativo de la película y
coadyuban al paso del melodrama a la tragedia.
Ese era nuestro tono. Ahora debía buscar el cómo.
En una primera etapa, pensé que la solución para el suicidio
sería arrojarse al metro.
La ciudad de México carece de río alguno. Probablemnete sea la
única gran capital sin mar o sin un río que la atraviese. El metro
se constituía así en el sucedaneo del Nilo. El río urbano que se
tragaría a la hermana mientras el hermano lo observaba desde la
escalera electrica y la vía de enfrente.
Era una toma difícil. Ripstein filma en plano secuencia. Filma
por lo tanto en tiempo real, lo que pasa en la pantalla toma la
misma cantidad de tiempo pantalla que en la vida fuera del
celuloide.
Era necesario que en la pantalla pasara un lapso de tiempo
suficiente para hacer "verosimil" el arrepentimiento del hermano.
Calculamos y optamos que deberían ser por lo menos cuatro minutos.
Menos que eso, reslutaba su decicisión decisión apresurada, casi
fútil, un mero gesto histriónico.
Comenzabamos la filmación. Teníamos los permisos para rodar.
Pero recibimos la llamada que hace temblar a una filmación. Se nos
negaba el uso del Metro de la ciudad.
El funcionario en turno nos afirmó que estaba dispuesto a perder
su trabajo antes que otorgarnos el permiso
Afirmaba que filmar un suicidio en el Metro era promoverlo.
Pensaba: "si se van a matar, que vayan a hacer sus cochinadas en
otros lugares y no en Mi Metro". El laberinto mental de los
pequeños burócratas no tiene ni lógica, ni límites, solo el
menguado perímerto de su poder
Buscamos y encontramos otra solución que, al final de cuentas,
fue feliz. El suicidio sería en los mismos baños de vapor a los que
acudía la hermana a ejercer la prostitución: Un vetusto edificio de
los años cuarenta, de cinco pisos y muchos y pecaminosos privados.
Muy cairota.
Era la ascención infierno
Perfecto, los hilos se anudaban, además de permirtirnos filmar
en interiores y de alargar la secuencia hasta los nueve largos
minutos. El tiempo de la culpa quedaba así mejor sedimentado.
Tuve que releer la novela- cosa que yo raramente hago- para
poder quitarme de los ojos mi secuencia del metro y re escribirla
en los baños.
Para todo mi azoro al releerla descubrí que había hecho
inconcientemente una inversión de términos: En Mahfuz es la
hermanita, generosa y magnánima, quien exime al hermano de la
penosa tarea de matarla al proponerle suicidarse. Mahfuz tiene
debilidad por los personajes femeninos.
Yo, en cambio, había invertido la situación. El hermano elegido
convencía a la pobre hermanita de suicidarse.
Egoísta, Mesias y Salvador a pesar suyo, llevando la carga
entera de su familia optaba por la solución perfecta: gracías a él,
ella optaba suicidarse. El Salvador quedaba con las manos limpias
de sangre y con la culpa en el pecho.
El cambio lo había realizado sin percatarme, mientras escribía
sumida en el frenesí de la ultima secuencia. Mi secuencia.
Estábamos filmando, era el momento de actuar y no ponerse a
pensar en los por qués ni en los cómos. Así que el cambio de óptica
siguió adelante sin mayor reflexión. Finalmente era el que
respondía a mis instintos y visión del mundo.
Meses más tarde, ya la película editada y posproducida, incluso
después de haber ganado en el festival de cine de San Sebastian
cuando, viendo un documental sobre los Asesinatos por Honor que
ocurren con una cierta recurrencia en algunos países árabes, caí en
cuenta que lo que para Mahfuz era una condena moral a un acto
social concreto, un juicio sociológico, para mi era lo impensable
en estado puro. Era el horror y ese horror necesitaba de un
Mefistófeles. Al menos así lo pensé
Por años creí que esa era la mayor diferencia entre la novela de
Mahfuz y mi guión. El punto de encuentro y de desencuentro de dos
maneras de enfrentar la realidad y que yo era a fin de cuentas hija
de Occidente.
Pasaron los años y, vueltas que da la vida, hace no más de un
mes me llevé otra sorpresa.
Leí un artículo en el periódico mexicano en el que hablaba de
cómo en veinte de los treinta estados de México, o sea una tercera
parte de él, existen leyes que castigaba con penas menores, de tres
días a tres años, a aquellos maridos que asesinen a sus mujeres
cuando éstas hubieran manchado su honor. El "honor" los eximía de
las condenas que normalmente se les dan a los asesinos. Di un salto
en el sofá.
Mi país otra vez se acercaba al Egipto de Mahfuz, sin que yo lo
supiera, sin que yo lo imaginara. Este México bronco y mestizo
mantiene leyes feraces que salvaguardan el honor de la familia y
del marido por encima de la vida de las presuntas adulteras. Y
hablo en femenino, porque esta legislación aplica tan solo a los
varones.
Qué sorpresa y giros depara la vida.
Otra vez las semejanzas.
Por ultimo, viendo otras películas de Mahfuz, en particular
Principio y Fin, que la vi sin subtítulos, encuentro una y otra vez
ese universo familiar, que por cercano me conmueve. Incluso las
películas de los años sesentas - setentas, respuestas criollas a la
Dolce Vita, en la que ambos países demostraban que la modernidad
los había impregnado al punto de la depravación, resultan
idénticas. Igualmente impostadas, postizas, falsamente
"modernas"
El mundo de Mahfuz se me acerca. Hoy ya es mi mundo
Incorporé a Mahfuz en mi biografía intelectual de la misma
manera que lo hice con Dostoievsky, las Bronte, Vargas Llosa y Amos
Oz. Hoy me es tan mío, tan propio, como cualquier escritor de mi
tierra y en mi idioma.
Forma parte de esa basta patria que es la lectura.
Estoy satisfecha de la traslación que hicimos del mundo de
Mahfuz al universo mexicano
Por ello, cuando pienso en "Principio y Fin", la película, lo
hago con gusto. Cuando pienso en la novela lo hago con un enorme
placer, placer íntimo y secreto porque, como todas las buenas
novelas, uno tiene la esencial convicción de que fue escrita nada
más que para uno mismo. Y, finalmente, en cuando pienso en Mahfuz,
pienso en él con una entrañable intimidad. La intimidad del viejo
vecino, del tío, del testigo de mi biografía, la mía y de la tantos
y tantos otros.
Ese testigo, mudo, cariñoso y cercano que al contar sus
cuentos, sus historias nos permite desentrañar la humanidad,
destazar los corazones.
Los corazones en blanco y negro, contradictorios, generosos y
mezquinos del hombre de todos los días, del vecino de a diario.
Mahfuz ha muerto y con el contador de cuentos se nos fue. Y el
barrio enmudeció.